La magia que inoculaste en mi realidad.

García Márquez jamás escribiría una historia como la nuestra, que iniciara un domingo a medio día, en el ascensor, y tres primaveras después aún siguiera contándose. Lo supongo porque García Márquez escribe sobre cosas más ordinarias, como doncellas voladoras o barcos fantasmas, y seguramente no sospecha que la verdadera magia acontece acá en el norte, frente a ríos artificiales y en cuartos pisos de hoteles, tan lejanos del caribe.
Tendríamos que aconsejarlo en eso de la magia, y presentarle escenas entre librerías de segunda mano, paseos por avenidas encharcadas del centro y besos tan dulces como un frappé de galleta óreo. Pero no, definitivamente don Gabo no sería capaz de tan lindos pasajes; lo de él se resume en viajes al fondo del atlántico, galeones abandonados en medio de la selva e historias centenarias que finalizan con tornados iracundos; mientras lo nuestro, más bello y fantástico, ha sobrevivido a tormentas, inúndaciones y huracanes.

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